(de Fernando Sánchez Dragó, Gárgoris y Habidis: Historia mágica de España, IV.4: "Los Toros")
Citaré todavía un último y muy espectacular ejemplo de tauromaquia y religión barajadas a la española. Asunto, esta vez, de apocalipsis (uno de nuestros más singulares fetichismos). Y de teatro, afición casi tan añeja en la Península como la convocada ayer y hoy por una corrida de cartel. Durante los siglos XVIII y XIX, sin fundamento mecanicista pero con lógica profunda, el toro ascendió a personificación del caos en las mojigangas híbridas de orangután y gurrumino que por aquel entonces solían montarse o más bien desmontarse en la plaza de la capital. Eran motivos populares o sainetes de moda cuya escenificación se desbarataba bruscamente al irrumpir un morlaco en el ruedo. El desenlace se pinta solo: consistía (lo dije) en un apocalipsis de libertad improvisado por los actores al ritmo de sálvese quien pueda, pero sin perder la cara. La conciencia profesional y los derechos del público compelían a resolver la situación según el perfil dramático de cada personaje. Entremés hubo, como el intitulado Una corrida en el infierno, que el príncipe Luzel recorrió a hombros el anillo después de liquidar al cornúpeta con una estocada hasta la bola. Tuvo que transcurrir un siglo para que los boquirrubios del underground neoyorqués inventaran el camelo del happening. Nosotros ya teníamos el desmadre.
¿Algún ejemplo actual? Búsquenlo en Arroyomolinos del Puerco, una vez al año y en noche sin luna. Los mozos cierran las salidas, apagan las luces y abren de par en par las puertas de las casas. Sólo entonces se desencajona un novillo con cencerro y...
El quince de septiembre, en Tordesillas, una rutilante cáfila circula bajo los balcones del edificio consistorial. La integran cuatro chavales disfrazados de señoritas, otros tantos manolos en carroza floribunda, dos botargas, don Quijote sobre Rocinante, Sancho a lomos de burra y armado con una pica, varios toreros de a pie y, para remate, un sultán. No falta la tarima de rigor ni por supuesto el toro, que ya sale a galopes de clarín. Los dominguillos lo citan y lo llevan hacia el tinglado, sobre cuyas tablas, sin inmutarse, los travestíes ingieren refrescos servidos por una ilustre fregona.
En San Sebastián de los Molinos se echa al ruedo un cofrade disfrazado de vaquilla y embiste a una viril hilandera que, impenitente, está plantada allí mismo tirando de copo y huso. Va la lagartona por los aires, aireando quizá sus vergüenzas en forma de badajo de campana, y el diestro derriba al bicho con tres escopetazos. El maderamen del animal pasa entonces al balcón del ayuntamiento para que haya constancia de su muerte..."
¿Disparates? No del todo. Mejor hablar de orgía, de mundo al revés, de eterna lucha por subvertir el orden social e imponer el cósmico. Ágape y chaos.
O tentativa del español infinito.
¿Conviene echar cuentas? Toro de la Barrosa, toro cacereño de andas y volandas, toro de Dominguillo, toro enmaromado de Benavente, toro de Tordesillas, toro otoñal de Medinaceli, toro del Cristo de Deza, toro riojano de las banastas, toro del aguardiente, toro de Toro y toros mil de Fuentesaúco, Cuéllar, Coria, Simancas, Peñafiel, Fuenteguinaldo, Montehermoso, Turégano, Puebla de Montalbán... No, no conviene. Quedaría nómina de nominalismos.
Y además, por desgracia, las cuentas ha mucho que terminaron. Mi deuda, como la de Sócrates con Critón, está saldada. No así (espero) nuestra suerte colectiva. Ni el futuro.
Para enfrentarnos a él, para correr aquélla, tenemos hoy por hoy un último y solitario caudal: el toro. Si yo cupiese en tus zapatos, español, no lo desperdiciaría. Pero qué importa. Quizá tu camino y el mío estén a punto de bifurcarse.
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