domingo, 20 de agosto de 2023

Dramatismo del Monaguillo

Origen de la conciencia del teatro, de la ceremonia, del ritual y del espectáculo en el Monaguillo, según Albert Boadella (Memorias de un bufón):

 

'La sacristía era como un tugurio en el que los curas jugaban al dominó, en espera de misas y sacramentos; discutían, fumaban o reían tan fuerte que, a veces, el párroco tenía que pedirles más moderación. En medio de aquel ambiente tabernario, todo se transformaba por el simple hecho de atravesar la puerta de la sacristía tocando la campanilla, seguido del cura revestido con los ornamentos. A partir de aquel preciso instante los actos se volvían trascendentales, éramos otros, él y yo.

No hay diferencia alguna entre este comportamiento y el de los actores cuando están entre cajas o salen a escena; se invisten de un personaje y solo por la voluntad del celebrante (actor) y la de los feligreses (público) ya todo es diferente. Poco importa que el actor sea un imbécil, pues solo con que sea un hipócrita aceptable nos hará emocionarnos con su heroísmo de ficción. Tal como lo expresábamos en la obra El Nacional, "somos un oficio de putas, maricones y cabrones; la grandeza está en que las putas hacen de Vírgenes, los cabrones de héroes, y los maricones de Don Juan; ésta es la auténtica magia del teatro".'

El teatro y la liturgia utilizan el mismo lenguaje: por eso el Bufón sostuvo siempre que la actuación de monaguillo profesional supuso el primer trabajo escénico de su vida. 

En un párrafo de su libro El rapto de Talía, analiza las funestas consecuencias que la degradación de la teatralidad de las funiones litúrgicas católicas le ha acarreado a la religión después del Concilio Vaticano II, que fue el pretexto para proceder al desmantelamiento de las rúbricas. 'Los que pertenecemos al gremio escénico observamos a menudo cómo repercute un efecto visual o sonoro en los mecanismos sensoriales del espectador, que obtiene así mayor lucidez, debido a la excitación de esos mismos impulsos. También comprobamos cómo estos efectos se multiplican por el simple hecho de recibirlos en común (público); de tal manera que el poder de sugestión aumenta proporcionalmente con la participación colectiva en el acto. Es evidente que la pérdida de estos beneficios escénicos por parte de la Iglesia repercute directamente en el fervor espiritual del creyente, pues le será muy difícil al feligrés separar de su impulso religioso fondo y forma, ya que, tal como ocurre en las artes, la forma es esencialmente contenido.

Lamentablemente, cuando se corta una tradición, se descomponen los códigos con gran celeridad; por eso hoy en día el conocimiento de la comunicación ritual en los clérigos es nulo. Las ceremonias religiosas acostumbran a ser desoladoras, y, en vez de orientar hacia la divinidad, expresan descarnadamente un estado de decadencia monumental de la Institución. Poco importa que Santa Teresa de Jesús declare en su autobiografía "que en cosa de la fe, contra la menor ceremonia de la Iglesia que alguien viese yo iba, por ella me pondría yo a morir mil muertes".

Ni los grandes faustos que envuelven ahora los viajes papales tienen la más mínima calidad escénica: solo exhiben un despliegue de medios, más propio de un concierto de rock. El objetivo de la pretendida ceremonia espiritual siempre parece más encaminada a demostrar el potencial de la empresa vaticana que a la exaltación de la fe. Desde una óptica puramente ceremonial, consigue hoy mucha más trascendencia la retransmisión desde Viena del concierto de año nuevo, en el que cada primero de enero dos mil cretinos satisfechos de sí mismos siguen, dando palmadas, la Marcha Radetzky, bajo las indicaciones del Dios napolitano Ricardo Mutti.

Los hechos demuestran que ha sido más grave para el catolicismo la falta de fe en el Teatro que la falta de fe en Dios'.

Esta defensa de la forma en las funciones religiosas manifiesta un empeño profesional muy impregnado de añoranza de aquellos solemnes oficios católicos en los que había participado, anunciados con campanas, perfumados con incienso, recitados en latín, con el órgano acompañando el canto gregoriano e ilustrando la acción. No es posible que un hombre de teatro no sienta un profundo interés por el ceremonial religioso, especialmente por un rito como la misa, tan perfecto en cuanto a participación y simbología. Con poquísimos recursos, una mesa, unas velas, un libro, pan y vino, se rememoran poéticamente los acontecimientos supremos de la mitología cristiana de manera escénicamente ejemplar.

'En cierto momento de los oficios solemnes, el sacerdote, después de incensar el altar, me pasaba el turíbulo; yo me colocaba en el centro del presbiterio, de cara a la gente, les hacía una reverencia, y automáticamente todo el mundo se ponía de pie mientras les lanzaba humo de incienso. Es de suponer la excitación que sentía cuando toda la iglesia se levantaba a mi señal; aquello inoculaba en mí el virus del histrionismo, y es muy probable que de manera subconsciente aquella simple acción decidiera irreversiblemente mi vida'.



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