Una historia de la "evolución" del teatro en sentido evolucionista, no sólo historicista... Por selección natural entre otros mecanismos. Esto según Miguel de Unamuno en su artículo sobre "La regeneración del teatro español", en su sección "Algo, muy breve, de historia":
Al acabar con el imperio cesáreo el mundo antiguo y hundirse su fábrica ostensible y aparatosa, se alza el pueblo (populus) sin historia, la omnipotente masa en cuyo seno se elabora y cumple la evolución del paganismo al cristianismo, aún hoy no perfecto. Nunca se interrumpió en los pueblos europeos la tradición antigua ni hay en su vida soluciones de continuidad. Su curso, como el del Guadiana, se oculta a las veces bajo el suelo de la Historia, pero sigue cursando. El Renacimiento, con flujos y reflujos, acciones latentes y patentes, fué continuo y persistente. Mientras se olvidaba el latín clásico, cayendo en bárbara jerga de torpe imitación, el popular, de que aquél brotara, el sermo vulgaris, palpitaba vigoroso en los romances, que en sus entrañas llevaba la potencia toda del primero. Y como con la lengua sucedió con todo; mientras, al Imperio romano, escindido, sucedían la Iglesia y un nuevo Imperio, y al romanismo, el catolicismo que de él retoñó al fomento del espíritu cristiano.
El teatro siguió el curso general, pareció haber muerto y renacer de nuevo en doble origen, religioso y profano, ambos populares. Del origen religioso y profano, ambos populares. Del origen religioso del drama moderno abundan pruebas, y ricas noticias acerca de las representaciones en los templos, por los clérigos mismos no pocas veces, en días de solemne fiesta. ¿Quién no ha oído hablar de misterios? Y no hay menos datos de los orígenes profanos de nuestro teatro en viejos mimos y pantomimas. Es cosa también puesta en claro la continua y recíproca mutualidad de ambos elementos, profano y religioso, que llegó a punto de haberse compuesto el Cristo paciente, atribuido a San Gregorio Nacianceno, con versos de Eurípides y Licofrón (53).
(53). Acerca de todo esto, véase la Historia de la literatura y del arte dramático en España, de A. E. Schack. No es lo más nuevecito, es cierto, pero es de lo mejor y de los más accesible.
Arrojadas por los concilios las representaciones escénicas, a causa de excesos y liviandades, de los templos, pasaron a escenarios improvisados, al aire libre, en tablados o carros, para fijarse más tarde en corrales que administraban piadosas hermandades y cofradías en beneficio de enfermos y desvalidos.
En el pueblo se conservaron vivas las tradiciones y las fuentes vivas literarias, de la vida dramática coetánea sacaba la suya el drama. Por ministerio del pueblo revivió el teatro a lozana vida.
La vida toda del teatro español se concentra en el juego mutuo y la lucha entre el elemento popular y el erudito, lucha que acaba con el triunfo del primero, bien que modificado, y no poco, por el segundo. Cuando las dos tendencias se unen y el proceso docto informa al vulgar tomando de él materia y alma, el drama sube en excelencia; pero siempre que los doctos se apartan del pueblo, caen ellos en el cultivo de vaciedades muertas y el pueblo en recrearse con truculentos disparates, porque la escisión del pueblo, en espontáneo y reflejo, su disgregación interna, lo polariza en mandarinato de un lado y de otro populacho.
Pero el elemento popular, mejor o peor informado, es la sustancia vivífica de nuestro teatro y la raíz de su grandeza. Nació de humildes gérmenes, que aún pueden estudiarse en vivo, porque así como subsisten junto a los más elevados mamíferos organismos representantes de la gástrula embrionaria de que brotan, así quedan hoy verdaderos dramas gástrulas. No son otra cosa el romance que recita el ciego por las plazas acompañándose de violín y mostrando en su cartel decoración incipiente, ni son otra cosa los villancicos y los nacimientos de Nochebuena y las farsas de los pueblos (54). Y en la esfera litúrgica quedan las antífonas, uno de los óvulos de las representaciones simbólicas de que se valían los sacerdotes para enseñar al pueblo, y ¿quién no recuerda l honda impresión que de niños nos produjera el solemne recitado de la Pasión en cadenciosos diálogos en la misa de Jueves Santo?
(54). Recientemente invadió a Alemania la moda de ir a presenciar representaciones populares de la Pasión, análogas a las medievales, a pueblos rurales donde se conservaban, como en Oberammergau. En España se representa en muchos pueblos, y hasta en las Provincias Vascongadas (en Elorrio y en Anzuola, por lo menos, que yo sepa, y por cierto en graciosísimo castellano chapurrado la relación en el segundo) en días señalados batallas entre moros y cristianos, u homenaje de aquéllos a éstos. Y nadie se cuida de ir recogiendo este riquísimo material de estudio. El folk-lore está aquí más muerto que en parte alguna; ni la lengua, ni el derecho, ni la literatura, ni las supersticiones, ni nada del pueblo se rebusca o investiga; el estudio libresco lo absorbe todo.
De aquellos humildes gérmenes de representaciones escénicas populares, ya religiosas, ya profanas, surgió nuestro teatro. El llamado por antonomasia Renacimiento, o más bien los Renacimientos, pues hubo más de uno, momentos críticos de renacimiento continuo, aquel despertar de la memoria reflexiva que volvía al pasado, olvidándose un poco de que el pasado lo llevaba en sí, en el presente, produjo acciones de la conciencia refleja del pueblo, cuyo órgano pueden ser los doctos, sobre su conciencia espontánea, encauzándola a las veces, empobreciéndola casi siempre.
A fines del siglo XIV, en los reinados de Enrique II, Juan I y Enrique III, padeció España un ataque de eruditismo, ministrado, sobre todo, por los marqueses de Villena y Santillana y Juan de Mena, y eternizado en el Cancionero de Baena. Y en tanto que ahondaban su distancia al pueblo, dramatizaba éste, empezando a sacar su teatro de donde todo gran teatro ha salido, de la epopeya.
De la epopeya, escrita o no, ha salido todo gran teatro. El griego se alimentó de las leyendas del ciclo troyano sobre todo, y el español, de nuestras rapsodias, los romances.
El romance, que precedía a toda representación en tiempo de Lope de Rueda y que Maese Pedro representaba con sus muñecos ante Don Quijote, se hizo drama. Y se hizo drama la epopeya viva del pueblo español, la de la Reconquista.
Volvió el pueblo, pasado el aluvión cortesano de Juan II y recogido su poso aprovechable, a tomar el desquite, y en tiempo de los Ryes Católicos empezó a robustecerse el teatro, por ser popular, nacional.
En Juan de la Cueva se manifiesta la doble corriente de nuestro teatro, pues que acurió "al caudal clásico erudito, sacando a escena a Mucio Escévola, Áyax, Virginia, a la vez que de los viejos romances, copiándolos a la letra a las veces, tomó el cerco de Zamora, las leyendas de Bernardo del Carpio, de los Siete Infantes de Lara, y ahogada la tragedia clásica por sufragio popular, sube el teatro español a su verdadero culmen con Lope de Vega.
Había vivido España vigorosa y desbordante vida dramática en el siglo XVI, en Italia, en Flandes, en América, y aquel nuestro pueblo de aventureros, retirado a sí, empieza a convertir la acción cumplida en idea, pero en idea activa, en idea que en acción se vierte, desbordando, en el teatro, lo hondamente popular de la vida artística española.
El teatro es, en efecto, la expresión más genuina de la conciencia colectiva del pueblo; nace con la épica y la lírica populares, cuando aún se ostentan éstas en unidad indiferenciada (55), y lleva a escena la vida dramática del pueblo, sus tradiciones y la gloria de su historia.
(55). Acaso huelgue advertir lo superficial que es discutir acerca del orden genético de los llamados géneros literarios, porque apenas queda quien no sepa que no precede uno a otro, sino que surgen los de una primitiva unidad más o mnos homogénea e indiferenciada, que en potencia los contiene, y siguen luego accionando y reaccionando entre sí en íntima reciprocidad. Conviene también recordar lo vago de la distinción entre ellos, y que la lírica popular suele confundirse con lo épico, por ser expresión de sentimientos colectivos y no de pasiones individuales. Hay una lírica objetiva, por contradictorio que esto parezca a primera vista. Y basta de nota.
El fondo de que se nutrió nuestro teatro fue riquísimo y popular o popularizado, y aun siendo tan rico, los asuntos se repiten en las tablas como buscando por tanteos su expresión más adecuada, la forma única de revestimiento. Cualquiera que conozca, siquiera un poco, nuestro teatro, sabe de sobra cómo se repiten en él los temas y argumentos; cómo más de uno ha recorrido de poeta en poeta hasta nuestros días; cómo abundan los arreglos, refundiciones o limitaciones, qué frecuente es en él el plagio. Pero no son muchos los que penetran hasta lo hondo la significación de este fenómeno, mucho más frecuente en la dramática que en otra cualquiera producción literaria.
El teatro es algo colectivo, es donde el público interviene más y el poeta menos. En un tiempo, en el tiempo de vigor juvenil, las condiciones de la publicación eran muy diferentes de las de hoy; un drama permanecía en manuscrito mucho más que hoy, y muchísimo más sujeto a continua revisión y enmienda, para las que daba sugestiones cada representación nueva. De la comparación de las ediciones de Hamlet resalta la manera que tenía de reformar Shakespeare hasta sus obras más personales y preciadas. Y aquí, ¿quién sabe hasta dónde llegó la influencia de aquellas honradas masas de mosqueteros del paraíso, definidores cais inapelables, de aquellos zapateros críticos que obligaron a Lope a que, ahogando su conciencia refleja y la superfetación erudita de ésta, les hablara en necio con la sublime necedad del genio más radicalmente popular?
El drama se hacía representándose, como todo lo verdaderamente vivo, por adaptación selectiva y transmisión hereditaria; el drama era hijo del pueblo y productor de grandes ingenios, que no éstos de él. Lo grande, lo glorioso y profundo aquí fué el drama, no el dramaturgo. ¿Qué hacia éste, sino sacar a aquél, sin grande esfuerzo, del opulento fondo de las tradiciones vivas del pueblo? No eran, como hoy suelen ser, meras invenciones del autor, invenciones infecundas; eran engendros de generación sexuada, hijos de la robusta matriz de la fantasía colectiva.
Nuestra dramática llegó a su ápice con "Lope de Vega todopoderoso, poeta del Cielo y de la Tierra", ídolo del pueblo, héroe verdadero, arte él mismo, que fué, como se ha dicho, una fuerza natural, en cuanto lo es un pueblo, porque fué todo un pueblo. Sus comedias son de la naturaleza y no de la industria, porque un pueblo es la verdadera naturaleza humana (56).
(56). La frase entrecomillada es de un símbolo de la fe que ha de tener a la poesía el apóstata de ella de que habla el Índice de la Inquisición de 1647. El que él mismo fuera arte (ipse sit ars) y que sus obras son de la Naturaleza y no de la Industria, con otros elogios que en su tiempo se le tributaron, y revelan la idolatría verdadera que se le tuvo, puede verse en Schack.
Obsérvese cómo se dice hoy en tono ponderativo de algo enorme: "Eso sería un pueblo."
Riquísimo como pueblo, como éste sereno y grave hasta en la burla, hondamente serlo, en él se sumergió y a él le puso ante los ojos la historia nacional y la vida de los campos. En Calderón lo nacional domina a lo popular y aun lo ahoga, la conciencia refleja a la espontánea: simboliza a su casta, no como Lope en su contenido todo, sino más bien en sus caracteres diferenciales, el yo reflejo colectivo sofoca mucho al pueblo espontáneo. Lope, como Cervantes, es ciudadano del mundo (57).
(57). Claro está que en Calderón hay sustancia popular, como accidente nacional en Lope; pero en aquél la individualización por vía remotionis, por exclusión, es dominante. Véanse las reflexiones que hice acerca del Calderón en este respecto en el tercero de los cinco artículos que, bajo el título común de "En torno al casticismo", me publicó la España Moderna en abril de 1895, y que se ha reproducido en la página 72 de estos Ensayos. El presente es, en esencia, consecuencia y secuela de aquéllos.
Después de Lope continuó la vida del teatro español, vivificado por el espíritu popular decadente cuando éste languidece, cuando se vigoriza vigoroso, grande cuando ha sido voz dle pueblo y cuando todos eran pueblos, mar de hermosura. Las vicisitudes de nuestro teatro son las del popularismo en España y su decadencia actual efecto del abismo que separa a nuestros literatos de nuestro pueblo. Hoy es reflejo del público que lo mantiene.
"La regeneración del teatro
español" (Julio 1896). En Unamuno,
Ensayos. Ed. Bernardo G. de Candamo. 2 vols. 4ª ed. Madrid: Aguilar, 1958. 1.163-88 (164-69).
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