domingo, 7 de abril de 2024

El teatro de la vida requiere énfasis

 

Ya hemos hablado aquí del dramatismo de Miguel de Unamuno, autor pero no dramaturgo, al que no le gustaba el teatro más que en vivo, en la vida misma. Y por tanto, el énfasis que los actores le echan al teatro, exagerando en él los trazos de la vida, recomienda él aplicarlo también a la vida, que es un teatro a veces bastante soso (Oscar Wilde, que también decía que el mundo es un teatro, completaba la frase diciendo que el reparto de papeles es lamentable).

En fin, hablábamos hace poco de cómo en el ensayo de Unamuno  "Sobre  la consecuencia, la sinceridad" aparecía una extensión de su perspectiva dramatística de la personalidad, cada cual interpretando su papel o saliéndose de él ante los abucheos del público y los demás actores, por ser inconsecuente.... Aquí expone su idea del énfasis en la vida y el teatro, comenzando por el apólogo perspectivista de los tres Juanes, personalidad múltiple que todos acarreamos, hasta los más consecuentes:

Antes de ahora he tenido ocasión de citar aquella ingeniosísima ocurrencia del humorista yanqui Wendell Holmes respecto a los tres Juanes. Cada uno de nosotros lleva en sí tres Juanes: Juan tal cual es, Juan tal cual cree ser, y Juan tal cual le creen los demás. (Observemos aquí que el tercer Juan es toda una colección de Juanes, donjuanes y juanitos, como apuntábamos al hablar de El Yo Relacional - JAGL). Y sobre las mutuas acciones y reacciones de estos tres Juanes cabe muy sutil indagación. Somos, en efecto de un modo; creemos ser de otro, y los demás nos creen de otro. Mas lo que cabe afirmar es que la idea que cada cual de nosotros se forma de sí mismo está influida por la que los demás se forman de él más aún que ésta por aquélla.

Juan tal cual es, el Juan primitivo y radical, podrá vivir preso de Juan tal cual él se cree ser; pero vive mucho más preso del Juan que los demás se han forjado. Los diversos conceptos que de cada uno de nosotros se forjan los prójimos que nos tratan vienen a caer sobre nuestro espíritu y acaban por envolverle en una especia de caparazón, en un duro dermatoesqueleto espiritual, en una recia corteza. Es la corteza de la consecuencia, bajo la cual se agita y revuelve un pobre espíritu que no puede romper con la sinceridad la consecuencia. Antes de hacer o decir algo, reflexiona si es lo que de él esperaban los demás, y para seguir siendo como los demás le creen, se hace traición a sí mismo: es insincero.

Hay, sin embargo, algo que puede parecer insinceridad y que es forzoso y obligado: hay un principio de exageración o de énfasis que es necesario en la vida. La absoluta llaneza viene a ser absurda, porque no acomoda nuestro dichos ni nuestros actos al fin que con ellos nos proponemos. 

(O sea que Unamuno sostendría u observaría, con Sartre, que el camarero no sólo debe actuar insinceramente como el camarero que no se considera íntimamente ser pero que es, sino que además debe teatralizar el papel que representa, intensificarlo con exageración de camarero profesional y arquetípico, para que no quede duda de que es un papel— y así logra el doble y contradictorio objetivo de meterse plenamente en el rol y de distanciar de él su auténtico yo,  mantenerlo a salvo — JAGL).

Cuando uno habla, habla para que le oigan, y no para oírse a sí mismo, y por ello no basta que su voz llegu distinta y clara a sus propios oídos, sino a los oídos de los que le escuchan, también distinta y clara. Si hablamos en medio del silencio y el que nos oye es fino de oído, no necesitamos esforzar la voz; pero si hablamos en medio de barullo o a alguien que sea de oído torpe, nos es preciso esforzarnos y alzar la voz. Creo que no habrá lector alguno que no esté de acuerdo con esta observación empírica, ni le habrá que vea en ella una paradoja; siquiera por esta vez, convendrán todos en que estoy atinado y feliz. Pues bien: siempre que hablamos a otro, hay algún barullo en el interior de ese otro; siempre tenemos que calcular el desgaste que nuestra expresión sufre en la transmisión al prójimo y al ser por éste recibida, y, en consecuencia, tenemos siempre que reforzarla. El que nos oye tienen otras preocupaciones que no las nuestras, otras ideas, otras atenciones; y como nuestras palabras van a romper el curso de sus pensamientos, y acaso a desviarlo, nos es forzoso darles énfasis, exagerarlas, para que las reduzca a sus debidos términos. 

Todo es teatro, y en el teatro, si se sirve sopa, conviene vaya hirviendo, para que, al ver desde los más lejanos puestos el vaho del hervor, puedan decir: "En efecto, es sopa caliente."

Los actores que propenden a la naturalidad—una naturalidad casi siempre afectada, es decir, no natural—, y a sacrificar a ella el énfasis, corren el riesgo de que se les grite desde el fondo de la cazuela o del patio: "¡Más alto! ¡Que no se oye!"

Porque, en efecto, si nos ponemos dos amigos a conversar, y de pronto se nos dice que continuemos nuestra conversación, pero de tal modo que nos oigan dos o tres mil personas desparramadas en un vasto salón, nos es imposible variar la intensidad de la voz sin variar su tono.

El teatro exige énfasis, y lo exige la vida. Al que se empeña en ser absolutamente natural, ni se le oye; y la tan decantada naturalidad de los clásicos suele serlo de afectación.




Unamuno y el yo relacional


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