miércoles, 2 de octubre de 2024

Unamuno - CONFIDENCIAS

Un ensayo de Miguel de Unamuno sobre la teatralidad, el dramatismo de la vida cotidiana, y el mundo como teatro. Viene del segundo tomo de sus Ensayos (Aguilar, 1970, 211-19).

 

 

CONFIDENCIAS

Creo y espero que mi amigo y paisano el gran tenor Florencio Constantino me perdonará el que saque a plaza pública confidencias epistolares suyas. ¿Perdonarme? El está acostumbrado a vivir del público y para el público, y aunque esto a las veces llegue a hastiarle —lo comprendo—, el hábito es, al fin, dicen, una segunda naturaleza. 

Estos hombres de teatro, por otra parte, son, tal vez, los que más sinceramente viven, porque a nadie engañan. Lo malo son los que viven en escena, ocultándolo, queriéndolo ocultar sin saberlo. ¡Y son tantos! 

"La vida, comedia es", dice el conocido pasaje. ¡Y tan comedia! Por mi parte, creo que lo único que el hombre hace en serio es nacer. Luego de nacido empieza su comedia, y el último acto de ella, el de la muerte, suele ser uno de los más teatrales, uno de los menos sinceros. Cuantos han asistido a bien morir a agonizantes saben que el hombre propende a morir teatralmente si conserva razón. Muchos de los más grandes maestros de espíritu nos advierten de ese peligro, y el padre Faber tiene un hermoso sermón sobre ese tema. Las frases sentenciosas con que tantos hombres que han llenado un papel en la Historia terminan su carrera terrestre, con frases estudiadas de antemano. El gladiador, al caer herido de muerte en la arena, busca una postura gallarda.

Y tan verdad es que lo único serio, lo único no teatral que se hace en la vida, es nacer, que así como la muerte ha sido llevada muchas veces a la escena y estamos hartos de ver a los grandes actores morirse de mentirijillas en las tablas, no sé que todavía se haya atrevido dramaturgo alguno a llevar el nacimiento a escena. Aunque alguien podrá suponer que esto se debe a muy otras razones que a las que aquí apunto. Y acaso tenga razón. Mas, en todo caso, respetemos las opiniones ajenas.

Un actor, un cantante, un cómico, propende a hacer comedia de la vida, ya que su vida es vivir de la comedia: pero a los demás, sobre todo a los que ejercemos alguna función pública, nos pasa lo mismo. Solo que los demás lo hacen más hipócritamente. 

Y ahora debo recordar al lector que ya lo sepa y enseñar al que lo ignore que la voz hipócrita significa en griego comediante o actor. Pero si el hipócrita es un actor, no por eso el actor es un hipócrita. Todo lo contrario. Los cómicos podrán pecar de todo lo que se quiera, pero de hipócritas no suelen pecar. Es muy rara entre ellos la foma más sutil y más frecuente de la hipocresía, su forma más enmascarada e hipócrita, la forma más hipócrita de la hipocresía, en fin: la falsa modestia. Los actores no suelen pecar de falsa modestia.

Y ahora vuelvo, es decir, voy a las confidencias de mi amigo y paisano Constantino. El cual, en carta que desde esa ciudad de Buenos Aires me escribía en mayo pasado, me decía, entre otras cosas más, y contestando a observaciones mías, lo siguiente:

"Pasando a otra cosa, he leído un artículo de usted en el Heraldo, contestando a una pregunta de Parmeno a propósito de sus obras, y de lo que ellas le producían; como también de que abundan más los críticos que los compradores. Quizá sea un defecto en mí el ser franco; pero, ampliando su concepto de que el buen vino se vende en la barrica, le diré que si Rostand y d'Annunzio no se bombeasen, quizá no fueran ni conocidos, sobre todo este último, que es de los que se visten de máscara para llamar la atención.

"A propósito de este, he discutido al principio a mi carrera con Grandmontagne. El me decía: '¡Lo que hace falta es cantar bien!', y seguí sus consejos; ¿y sabe usted lo que me pasó? Que me atrasé en cinco años. Ahora ya sé el 'valor' que tienen las cosas en este mundo y los méritos de la crítica y de muchas reputaciones."

Y sigue así, manifestándome luego que emplea a sentir comezón de dejar el teatro y verse lejos de todo, lo que sea vanidad de vanidades, para poder decir de la crítica y del público lo que le parece. A todos los que representamos un papel en uno u otro escenario, nos sucede a menudo que creemos sentir ganas de dejarlo; pero esto es como cuando uno siente ganas de morir y aún llama a la muerte. Y aquí de la fábula. 

Pues bueno: por lo que hace a esta confidencia de mi buen amigo el gran tenor, empezaré por decir que lo que yo dije es, no precisamente que abunden más los críticos que los compradores, sino que los críticos son más que los lectores. Y por lo que a mí respecta, no me cabe duda de ello. Seguramente que todos o casi todos los que me lean me juzgarán, y ¡Dios le libre a uno de lectores que no le juzguen!, y muchos de ellos expresarán su juicio, pero tengo experiencia lo que muchos de los que me juzgan como escritor y publicista jamás me han leído. A lo sumo, han oído frases o conceptos que se me atribuyen.

Hay muchos, muchísimos, que no leen a un autor más que para poder hablar de él, sobre todo si el autor se pone en moda. ¡Dios le libre, querido lector, de que te pongan nunca en moda! Se va oír a un orador famoso, no para enterarse de lo que diga, sino para poder contar luego que se le oyó y se le vio. Sobre todo, que se le vio. Su traje, su gesto, sus peculiaridades más externas, tienen acaso más importancia que lo que dice. 

"¡Habráse visto petulante!—me decía un día un amigo, hablándome de un afamado orador—. ¿Pues no pretende que prestemos atención a lo que dice que lo recordemos luego? ¿No es un orador? Pues si es un orador, ¿a qué vienen esas pretensiones?"

No quise preguntarle qué entiende por un orador; pero, es claro, dado lo que de ordinario se entiende por un orador, es ciertamente insoportable petulancia la de que el tal pretenda que se fije nadie en lo que va a decir.

Y por lo que hace a eso de que el buen vino en la barrica se vende, o el buen paño en el arca, solo diré, una vez más—pues, como casi todas mis cosas, la he dicho ya antes—, que acaso sea con verdad, pero es contando con el tiempo, y entre tanto el vinatero o el pañero se mueren de hambre. Y si el sacerdote vive del altar, según el apóstol, nada tiene de indecoroso que el artista viva de su arte.

Hay un librito de Stapfer, profesor que fue en Burdeos, titulado Des réputations littéraires,, que es uno de los libros más llenos de íntimas confidencias, y, por tanto, de amargas y tristes verdades, que conozco, y no son confidencias propias de él, de Stapfer; lo son de muchos otros.

¿Por qué al escritor, al artista, al actor, no ha de serle permitido, sin censura pública, lo que se encuentra naturalísimo en un industrial cualquiera? Pues sencillamente, porque los escritores y artistas se han empeñado en hacer de su función algo más sublime, más puro y, por decirlo así, más divino que la industria. ¡Y esto sí que es petulancia!

Y no es que yo quiera "rebajar" la poesía, la pintura, la música, al nivel de la fontanería, de la carpintería o de la farmacia, no? es que quiero elevar estas al nivel de aquellas. Es que creo que la industria es también arte, y bella arte. Se ha dicho que todo notario lleva en sí un poeta. Y acaso la verdad es que la notaría es poesía también, y si no lo comprendemos así es por nuestra torpeza. Pienso escribir de largo sobre la poesía de la burocracia. Pero ¡pienso también tantas cosas!

Hay pañeros ricos que esperan años y años a que se vaya a comprar su paño en el arca; pero yo os digo—esta fórmula de 'yo os digo' sabido es que anuncia una paradoja—, yo os digo, digo, que esa es una manera de hacerse el artículo, es una forma de réclame. "Es un hombre—me decían una vez de cierto escritor—que no busca, como otros, el bombo, ni aun que le conozcan; se cuida poco del juicio ajeno; espera tranquilo su hora; que produce su obra y la deja que madure." Y el tal escritor es uno de aquellos en quienes más se ve el deseo de imponerse, desde luego, a la atención pública. 

Rostand y D'Annunzio pasan hoy por dos de los más grandes reclamistas literarios. Y los que les defienden dicen, con mucha razón, que lo que nos debe importar es si sus obras tienen o no valor, sea cual fuere su modo de presentarlas al público. Por mi parte, no me encuentro en disposición de juzgar esto. 

De Rostand no conozco sino fragmentos de su Cyrano, que he oído recitar en la traducción española, y de D'Annnunzio, una novela que empecé a leer en una traducción también, solo que francesa, que se publicaba en la Revue des Deux Mondes, y no la acabé, y alguna que otra poesía en el original italiano. Me dicen personas de crédito en la materia que su lengua, su italiano, y su estilo son una maravilla de arte, pero nada de esto me ha movido a leerle. Y no es sólo que me hastíe su exhibicionismo, no. Es que el género de elogios que sus admiradores le dirigen es lo que me deja indiferente y apático a su respecto.

Apenas recuerdo haber dejado de leer a escritor alguno por las censuras que se le hayan dirigido. Es más: me han movido a leer a más de uno los ataques de que ha sido objeto y el fingido desdén con que se le ha tratado. Y, en cambio, son legión los escritores a quienes no leo por culpa de sus admiradores. ¿Que persona de juicio que conozco aquí, en España, y esto lo extiendo a Francia, a los nietzschenianos, va a moverse a leer a Nietzsche? 

Tengo por norma no leer a un autor hasta que no haya pasado de moda.  Cuando ya se empieza a olvidarle es cuando me gusta trabar conocimiento con él. Y estoy enteramente seguro de que si me hubiese engolfado en la lectura de Ibsen cuando apenas había quien de él no hablase aquí, no habría encontrado en su lectura las sugestiones que en ella  encuentro ahora en que ya Ibsen está libre del polvo con que velaba su figura el estrépito de sus voceadores.

Me gusta leer a los que aún no están en moda o a los que ya dejaron de estarlo. Y he aquí por qué la profesión de la crítica, como tal profesión, me repugna. Porque la crítica no suele ser de ordinario sino el comentario de la moda. Sobre todo, la crítica de teatro.

¡Oh la crítica de teatro! Aquí sí que comprendo el vanidad de vanidades de Salomón y de Constantino. Un crítico de teatros es, ante todo, un crítico de modas, y no debería permitirse ejercer el sagrado ministerio de la crítica teatral a quien no fuese examinado previamente de sastrería y de artes afines.

Hubo en España en un tiempo un hombre famoso que, aunque de San Sebastián, recogió todo el espíritu madrileño de su época. Este hombre fue Peña y Goñi. Hacía crítica de ópera, de corridas de toroes y de partidos de pelota. "¿Qué común denominador tienen estas tres nobles manifestaciones de la actividad humana?", me preguntaréis. Pues el de que las tres son espectáculos. Y como tales espectáculos las criticaba Peña y Goñi.

Celebrábase una vez en Bilbao un famoso partido de pelota, y como al acabarse sacaran al Chiquito de Eibar en hombros sus admiradores, es decir, aquellos a quienes les dio a ganar unos cuantos duros con las apuestas, un espectador del interior de España, uno que no era del país, exclamó, casi escandalizado: "¡Qué barbaridad, ni que fuera Lagartijo!" Se refería al gran torero. Y este espectador, si no estaba en lo cierto, es porque no había penetrado en el espectáculo. 

Y los que hacen revistas de ópera, de toros o de pelota, son los más capacitados también para escribir revistas de las sesiones parlamentarias del Congreso. Porque estas sesiones son, ante todo y sobre todo, espectáculo.

Y de nuestra vida, ¿qué está haciendo la Prensa sino un espectáculo? ¿Es la Prensa la que engendra esa insana curiosidad pública a la busca siempre de espectaculosidades y de fútiles informaciones, o es el público el que exige eso de la Prensa? Yo creo que se corrompen mutuamente, como decía Rousseau de los ricos y los sabios.

Esa horrenda manía de publicidad nos gana a todos, amigo Constantino, y hasta a los que no tienen que vivir de ella. Porque el que usted, que vive de presentarse al público y cantarle, se haga retratar en todos los trajes y papeles, está bien; pero, ¿y el joven matrimonio ese? ¿Y ese grupo de muchachos que celebraron con una comida el que uno de ellos se licenciara en Farmacia? ¿Y aquel a quien le tocó el premio mayor de la Lotería? Y esto último es ya un colmo. Comprendo que se haga retratar el dueño de la Administración de loterías en que se vendió el billete que salió luego premiado; pero el afortunado comprador, no. Es ya demasiado. Debe bastarle con haber sacado el premio. Pero no le basta. Una vez con el provecho, busca, además, la gloria. Así es, ¡ay! el corazón humano.

Yo no le recomendaría a ningún autor novel que ponga su retrato al frente de un libro que publique. Se expone a que no le lean así que vean la cara que tiene. ¿Para qué necesitan saber más de él? Ahora bien: podría ocurrir, y aun acaso ocurra en más de un caso, que lo que el autor busca en realidad no es dar a conocer su obra, sino su retrato, y que aquella no es sino un pretexto para colocarnos este. Sé de un joven novelista que escribe novelas para señoritas y publica su retrato al frente de sus libros. me parece muy bien. Es un excelente  medio de buscarse una novia. Lo hace, sin duda, para ver is alguna, prendada de su fisonomía, le sugiere, el que se dirija a ella en solicitud de su mano y su dote. 

Hay en casi todos los pueblos cultos y en muchos que no lo son, aunque lo parezcan, la, al parecer, piedosa costumbre de que las familias participen con una esquela a sus amigos, conocidos y hasta desconocidos, la defunción de cualquiera de los miembros de ella. Esto se extiende hasta a los niños de corta edad. "El niño Pepito Pérez, de ocho meses de edad, subió ayer al Cielo, lo que, etcétera." Esto está muy bien; no es sino una escena de la comedia de la muerte. Y una de las más teatrales. Porque para teatral y cómico no hay nada como una esquela de defunción. Y del cómico más exquisito, que es el cómico fúnebre. 

Pero con lo que yo no puedo transigir, contra lo que me creo en el deber de protestar con todas mis fuerzas, es contra esta incipiente costumbre que espero en Dios no prosperará, de anunciar también mediante una esquela el nacimiento de un nuevo vástago, de uno que no ha hecho todavía sino nacer. ¡No, no y mil veces no! Eso no es sino empañar la augusta y santa solemnidad del único acto serio que llevamos a cabo en nuestra vida, de lo único que hacemos sin afectación ni hipocresía alguna, que es nacer. Porque tengo que repetirlo una vez más: lo único que hacemos todos en serio es nacer. Y esto se debe acaso a que, como decía un tan profundo como injustamente desdeñado pensador, en realidad no nacemos, sino que nos nacen. mas sea lo que quiera de esta profunda distinción, lo que queda fuera de distinciones es que el nacimiento es lo único que hay de serio en la vida de los hombres todos. No empañemos, pues, su augusta seriedad con esquelitas espectculosas. Sancta sancte!

Vean ustedes adónde me ha venido a traer el comentario, más o menos errático, del párrafo de la carta de Constantino. Pero confío y espero en que se le permitirán tan trascendentales y prfoundos comentarios a un escritor tan serio como yo. Hay quien asegura que no me ha visto reír nunca. Y yo, desde luego, aseguro que jamás me he visto reír, porque cuando me río no me miro nunca al espejo. Tengo miedo de conocerme.

Una cuestión. ¿Cómo representarían los cómicos actores si mientras representan se estuviesen viendo reflejados en un espejo? 

¡Y, sin embargo, cuántas veces no representa uno para sí mismo!



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