Según Albert Boadella, en Memorias de un bufón (344-46). Narra aquí sus experiencias y experimentos dramáticos en los años 70 y 80:
No me conformaba dando por perdidas la cantidad de horas de ensayo que había invertido con los colegas de La Torna, buscando formas primarias de relación a través de unos seres inventados, mitad primates, mitad insectos. Se trataba de un montaje pseudocientífico, más que de un tema dramático convencional; por eso finalmente acabaría todo com otra conferencia demostración.
Pensando en esta futura producción, creé un nuevo equipo mezclando algunos miembros de los grupos de La Odisea y de M7 Catalònia. Con los primeros ensayos descubrimos que los códigos de costumbres de determinados insectos, o animales muy primarios, resultaban extraordinariamente interesantes, interpretados por un cuerpo humano. Una vez establecida cierta práctica en este tipo de juego, creamos el nuevo animal, elaborando un código semántico para sus expresiones vitales. La cuestión esencial era que todo aquello le resultara familiar o inteligible al espectador, pero el problema se resolvió manipulando el ritmo del animal, de manera que aunque no se entendieran al detalle sus expresiones, por la cadencia de unos impulsos humanizados se llegaba a captar perfectamente las intenciones. Una vez más se nos hacía patente que el ritmo se convierte en el núcleo esencial de la comunicación escénica. Después, solo fue cuestión de inventarse una fábula y poner en ella al nuevo ser de protagonista.
La reciente catástrofe atómica de Chernobyl nos sirvió de tema central para crear una civilización posnuclear, en la que solo nuestros animalejos, llamados laetius, eran capaces de sobrevivir, aunque finalmente, al llegar a un determinado nivel de evolución, también se autodestruían como nosotros. Todo aquello venía a ser una especie de salto en el vacío, o la aplicación técnica del catalán embolica que fa fort (felicísima frase proverbial equivalente a "liarse la manta a la cabeza": literalmente algo así como "envuélvelo —embróllalo—, que eso le da fuerza), fórmula con la que Salvador Dalí describía el método creativo de Un Chien andalou.
No es de extrañar que en cierto momento del montaje me encontara irremisiblemente perdido, sin saber lo que quería decir. Completamente emborrachado de aquel submundo enigmático, huía hacia adelante, creando situaciones extravagantes, rodeado de unos actores tan inconscientes como yo, que hacían cabriolas encima de una tarima de metacrilato con la cara cubierta de una membrana.
No obstante eso, a medio camino entre la danza y el teatro, el resultado final consiguió un cierto efecto. Todavía hoy no he logrado averiguar si era consecuencia de la audacia o de la insensatez, porque tampoco informaba nada sobre cuestiones nucleares. Pero no había duda de que aquellos animalejos, que intentaban sobrevivir y ser felices entre virutas de corcho que representaban la tierra yerma, imprimían al conjunto una angustiosa belleza, al menos dramáticamente sorprendente. En todo caso, la fábula no se explicaba con personajes convencionales, ni el lenguaje utilizado era el que todo el mundo esperaba. Creo que fue precisamente la saturación de estos lenguajes en los escenarios la que en gran medida y por contraste produjo la enorme sugestión que en muchos espectadores ejercía la obra, y, consecuentemente, su éxito indiscutible. En el teatro, aparece con demasiada frecuencia y excesiva precisión aquello que la gente ya se imagina antes de subir el telón.
Como no practicamos un arte tangible y perenne como la pintura o la arquitectura, nuestra incidencia en el público va condicionada generalmente a la oportunidad del momento de la aparición. Si el entorno nos resulta refractario, lo tenemos todo perdido, porque, en definitiva, los comediantes solo contamos con una única ocasión para atraer el interés hacia lo que presentamos. Después, aunque a veces quede la partitura literaria, el acto dramático será ya irrepetible. Las otras artes son radicalmente diferentes: si Van Gogh no hubiera reunido más que una sola oportunidad, no sabríamos de su existencia. En este sentido, uno de los grandes méritos de Laetius fue aparecer en el momento preciso, de la misma manera que poco tiempo antes lo había hecho Antaviana de Dagoll Dagom, catapultada casualmente como éxito espectacular para compensar así el horror vacui producido por el rechazo barcelonés a M7 Catalònia.
Por eso es muy difícil juzgar una obra dramática prescindiendo del momento de su aparición. Está claro que hoy repetiría pocas secuencias de Laetius, de la misma manera que Calderón no haría exactamente igual La vida es sueño. La aplicación del criterio de obra perenne al teatro —un criterio fundamentalmente literario— es la responsable de haberlo conducido por caminos anacrónicos, caminos que desprenden demasiado a menudo un cierto tufo necrofílico.
Vuelve el tinglado de la antigua farsa
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