sábado, 8 de agosto de 2020

Los farsantes sinceros


De la novela de Gonzalo Torrente Ballester Javier Mariño (1942-1985; Almuzara, p. 290). Javier es invitado en París por su amigo George a conocer a su padre, el exiliado presbítero ortodoxo Hipólito, y su familia.


Nuevos golpes dados a la puerta le devolvieron a la realidad, y antes de que se hubiera levantado ya había acudido, rápidamente, Eulalia. Identificó al hombre que entraba como el presbítero Hipólito.  Era muy alto, huesudo, extremadamente delgado, con barba y cabellos largos. Los ojos, como los de George, y, advirtió también, como los de Eulalia: ardientes ojos meridionales. Vestía un largo ropón sobre el que brillaba una cruz de oro. Al entrar, se le acercó su hijo, y doblando la rodilla, le besó la mano. Luego dijo:
—Señor, éstos son nuestros hermanos Magdalena y Javier.
El hombre, sonriéndoles, respondió:
—Sed bienvenidos.
Hablaba con voz profunda y varonil, y sus palabras francesas tenían una remota resonancia exótica. Esperaba Javier con la mano tendida, pero el sacerdote se aproximó a los iconos y, de rodillas, oró en silencio. Sólo cuando pasados unos minutos se hubo santiguado, volvió el rostro otra vez sonriente hacia los huéspedes. Se acercó a Magdalena, que le estrechó la mano, y cuando se aproximó a él, tuvo la repentina impresión de que tanto el presbítero como sus hijos eran unos deliciosos farsantes de la curiosa y siempre divertida estirpe de los farsantes sinceros. Sin meditarlo mucho, decidió seguirles el aire: ya que a punto de farsante era difícil que nadie le pudiera superar; y así, al tener entre la suya la mano del sacerdote, hizo una reverente genuflexión y dejó un beso suave sobre los dedos escuálidos, al mismo tiempo que espiaba el rostro venerable esperandoadvertir un gesto de sorpresa, cualquier detalle revelador que no apareció, porque no podía interpretarse como tal la cruz casi imperceptible que trazó el hombre sobre su cabeza.
—Te conozco—dijo luego—a través de mi hijo, y sé que eres cristiano. Te suplico que aceptes mi bendición.
Después se dirigió a Magdalena.
—De ti, Magdalena, espero que muy pronto recobres la salud perdida. No tengo repugnancia de aceptarte en mi casa y sentarte a mi mesa, porque estás bautizada, y aunque no lo quieras, eres con nosotros parte en el Cuerpo de Jesucristo. Hace mucho tiempo que en mi casa rezamos por ti.
Pese a su disposición para recibir cualquier sorpresa, no pudo menos de quedar atónito al observar que Magdalena bajaba la cabeza al escuchar las palabras del presbítero, que en cualquier otra persona hubiera tomado por indiscretas. 
'Pero esta muchacha —pensó—, no se dará cuenta del aire teatral de todo esto? ¿O es que extrema su cortesía hasta representar ella también una pequeña farsa de arrepentimiento?'



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