Elogio de la irrelevancia irresponsable
Algunos dicen que hay que vivir para la muerte,
planteamiento ofensivo para los deseos e incluso para el buen gusto. Tienen
sin embargo a point
en el
hecho de que toda la vida humana y todo en sus prioridades tiene la
marca de la naturaleza humana, y la muerte, más aún, la consciencia de
la mortalidad, es parte integrante de esa naturaleza humana. Todo lo
que somos y todo lo que ha hacemos lo hacemos, de hecho, en última
instancia, porque somos mortales.
En esta terrible situación, la única aproximación que puede hacer la
vida humana a la inmortalidad, o a la indiferencia a la muerte, no
consiste en escapar realmente de ella (dado que en cierto modo
constituye el paisaje) pero sí en hacer lo contrario de vivir para la
muerte—vivir para la vida, y no prestar a la muerte sino la mínima
atención indispensable. Sólo en última instancia hay que llegar a la
última instancia. Ya le estoy dedicando demasiadas líneas.
La única manera posible de vivir como los imaginarios inmortales es
hacer un derroche de la vida—como si fuese no escasa y preciosa, sino
abundante y despilfarrable. No necesariamente un derroche ostentoso,
sino sencillamente pasar la vida en la medida de lo posible como si no
existiese la muerte—o como
si la vida no estuviese marcada por la muerte. Desoyendo a quienes nos
aconsejan vivir para la muerte, ya sean heideggerianos, legionarios, u
otros novios de la muerte.
Y es lo que hacemos, de
hecho—vivir la vida como la vivimos, la mayor parte del tiempo, con sabiduría
espontánea; como los
auténticos Olímpicos, sin dedicarla a nada que suponga ahorrar
méritos para nuestro estado muerto, sin ni siquiera ir buscando ningún tipo de
intensidad o culminación de la vida.
Pues hay en esos trayectos de vida ejemplares o culminantes, en
realidad, un trayecto hacia la muerte, una consciencia de la mortalidad
—tenemos que
hacer algo de utilidad porque tenemos la espada de Damocles de la
extinción total (nuestra y de todo lo que apreciamos, y de todo lo demás
también) perpetuamente encima. Tampoco es que lo que hagamos de útil
vaya a cambiar para nada esa situación, sustancialmente considerada. Y
de hecho hasta los inmortales mueren, o los matan, en muchos de los
mundos paralelos —mundos de ficción— donde viven. No nos diferenciamos apenas nada de ellos.
Por tanto, el tiempo mejor empleado es el dedicado a vivir esta vida
real que es tan irreal, el
mayor de los videojuegos de realidad virtual — recreándonos
inmersivamente en su propia irrealidad—en las cosas
insustanciales—dedicando nuestro tiempo y atención al
fútbol (aunque no en mi caso), al presente, a descubrir infinite riches in a little room, a
las ensoñaciones, daydreaming o nightdreaming, a retorcar fotos, a
escuchar conferencias sobre los paradigmas, y a escribir blogs. A
sestear
bajo las ramas, a embarcarse en actividades irrelevantes que ni son
narrables ni nos acercan un centímetro más a la cumbre de los tiempos.
¡Hey, eso incluye leer a Heidegger!
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