jueves, 30 de mayo de 2024

Ignorar la mortalidad

 

Elogio de la irrelevancia irresponsable

Algunos dicen que hay que vivir para la muerte, planteamiento ofensivo para los deseos e incluso para el buen gusto. Tienen sin embargo a point en el hecho de que toda la vida humana y todo en sus prioridades tiene la marca de la naturaleza humana, y la muerte, más aún, la consciencia de la mortalidad, es parte integrante de esa naturaleza humana. Todo lo que somos y todo lo que ha hacemos lo hacemos, de hecho, en última instancia, porque somos mortales.

En esta terrible situación, la única aproximación que puede hacer la vida humana a la inmortalidad, o a la indiferencia a la muerte, no consiste en escapar realmente de ella (dado que en cierto modo constituye el paisaje) pero sí en hacer lo contrario de vivir para la muerte—vivir para la vida, y no prestar a la muerte sino la mínima atención indispensable. Sólo en última instancia hay que llegar a la última instancia. Ya le estoy dedicando demasiadas líneas.

La única manera posible de vivir como los imaginarios inmortales es hacer un derroche de la vida—como si fuese no escasa y preciosa, sino abundante y despilfarrable. No necesariamente un derroche ostentoso, sino sencillamente pasar la vida en la medida de lo posible como si no existiese la muerte—o como si la vida no estuviese marcada por la muerte. Desoyendo a quienes nos aconsejan vivir para la muerte, ya sean heideggerianos, legionarios, u otros novios de la muerte. 

Y es lo que hacemos, de hecho—vivir la vida como la vivimos, la mayor parte del tiempo, con sabiduría espontánea; como los auténticos Olímpicos, sin dedicarla a nada que suponga ahorrar méritos para nuestro estado muerto, sin ni siquiera ir buscando ningún tipo de intensidad o culminación de la vida.

Pues hay en esos trayectos de vida ejemplares o culminantes, en realidad, un trayecto hacia la muerte, una consciencia de la mortalidad —tenemos que hacer algo de utilidad porque tenemos la espada de Damocles de la extinción total (nuestra y de todo lo que apreciamos, y de todo lo demás también) perpetuamente encima. Tampoco es que lo que hagamos de útil vaya a cambiar para nada esa situación, sustancialmente considerada. Y de hecho hasta los inmortales mueren, o los matan, en muchos de los mundos paralelos —mundos de ficción— donde viven. No nos diferenciamos apenas nada de ellos.

Por tanto, el tiempo mejor empleado es el dedicado a vivir esta vida real que es tan irreal, el mayor de los videojuegos de realidad virtual — recreándonos inmersivamente en su propia irrealidad—en las cosas insustanciales—dedicando nuestro tiempo y atención al fútbol (aunque no en mi caso), al presente, a descubrir infinite riches in a little room, a las ensoñaciones, daydreaming o nightdreaming, a retorcar fotos, a escuchar conferencias sobre los paradigmas, y a escribir blogs. A sestear bajo las ramas, a embarcarse en actividades irrelevantes que ni son narrables ni nos acercan un centímetro más a la cumbre de los tiempos. ¡Hey, eso incluye leer a Heidegger!

 




 
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