domingo, 31 de julio de 2022

Somos de lo más

 Un retropost de 2012:

Quizá sea una costumbre especialmente occidental, pero creo que es más general que eso. Todos somos dados a presentarnos a los demás con una imagen favorable (ejemplo: este blog, sin ir más lejos). O en lo que suponemos será una imagen favorable: al menos lo intentamos. Subir puntos ante los demás, obtener kudos que dicen los americanos. O, siguiendo la lógica de lo que hemos dicho, al menos obtener puntos imaginarios ante nosotros mismos, habida cuenta de la valoración imaginaria que recibimos.
 
Decía Goffman que el rostro de uno (interaccionalmente definido, o sea, la face que presentamos ante los demás en un encuentro y cuidamos con el face-work) es sagrado. No sólo en la estimación propia, sino como regla general de fondo del trato social. Así, no sólo no ofendo yo a mi propio rostro, ni al de los demás, sino que espero que los demás van a colaborar conmigo más o menos manteniendo la línea en la cual me presento, y la imagen que quiero dar de mí mismo. Eso al menos si no me como demasiado terreno del vecino. Es parte del ritual social por tanto el protegerse mutuamente la cara, entrando en la ficción de que todos somos guays y extremadamente respetables, y ayudando a mantener el propio rostro y el del vecino a base de cortesía, protocolo y rituales de asentimiento. 

 

Este es el panorama de fondo, pero claro también hay face-threatening acts, como estudiaron Brown y Levinson en Politeness, después de Goffman—actos comunicativos que al dar respuesta al sujeto hablante amenazan el rostro público presentado por él. A veces estos son directos y explícitos (por ejemplo el comportamiento de muchos trolls en los blogs, atacando anónimamente al bloguero y procurando desacreditar su línea o autoimagen). Otros son indirectos—los que parece que conceden la mayor pero en realidad socavan la idea que pretende dar el sujeto de sí mismo, o de un tema, o de los otros. Estos comentarios pueden ser más o menos corteses o más o menos malignos—en principio siempre es más cortés jugar al juego ritual del respeto mutuo, aunque sólo sea como retórica preliminar.

Unas veces damos una idea favorable de nuestra personalidad en general, de nuestros accomplishments, o rasgos de carácter o belleza física. Otras veces de lo magnífica que es nuestra vida privada, nuestra familia, nuestro círculo de amistades, nuestro enfoque original sobre la vida, lo envidiable de nuestro éxito en tanto que sujetos sociales. La falsa modestia puede ser una estrategia útil a seguir en estos casos, mientras no sea demasiado evidentemente falsa, lo cual sería contraproducente. Pero quizá sea especialmente divertido el contraste que se da a veces en el paso súbito del tono desenfadado o relajado que conviene al hablar de uno mismo, para ponerse súbitamente en tono profesional y presentarse uno mismo como lo más de lo más en cuestiones profesionales—un profesional de eficacia estratosférica, si nos preguntan a nosotros. El trabajo es tan sagrado, o más, que la imagen privada de cada cual— o, por lo menos, el yo privado y el yo profesional sirven de refugios alternantes para las insuficiencias detectables en el otro. De acuerdo, soy feo y mi vida privada carece de interés, pero como profesional no me tose nadie. O bien viceversa: mi trabajo es mediocre y gris, mejor oculto mi faceta laboral en la que soy un mero esclavo de la noria, pero mi yo auténtico está fuera del trabajo, donde soy una persona de infinitas posibilidades, una mente libre e impredecible.

Para eso a veces es conveniente no aventurar demasiado el yo profesional por andurriales no profesionales, o el yo privado fuera de su ámbito, y en general no mostrar mucho ni de uno ni de otro, pues podría perderse el aura. Incluso en cuestiones de la red, es prudente mantener una atractiva nube difuminada de vaguedad sobre cuál es exactamente nuestro status profesional, o qué hacemos con precisión en nuestro trabajo, o en nuestro tiempo libre (a menos que sea espectacular, viajar, etc.). Es una manera de no darle argumentos al adversario, y así ponernos en situación de ser los que más información tengamos sobre nosotros mismos y nuestra valía, en un encuentro determinado. El oyente se verá casi obligado a seguir nuestra línea de autopresentación, a falta de datos propios que aportar en contra. Si decimos que somos de lo más, y ése es el único dato que consta, ¿quién nos va a contradecir? Por desgracia, el control de la autoimagen no siempre está tan fácil. Nos puede quedar el consuelo de que hablen de nosotros aunque sea mal, eso también da puntos.


 
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