Un retropost de 2012:
Quizá sea una costumbre especialmente occidental, pero creo que
es más general que eso. Todos somos dados a presentarnos a los demás
con una imagen favorable (ejemplo: este blog, sin ir más lejos). O en
lo que suponemos será una imagen favorable: al menos lo intentamos.
Subir puntos ante los demás, obtener kudos
que dicen los americanos. O, siguiendo la lógica de lo que hemos dicho,
al menos obtener puntos imaginarios ante nosotros mismos, habida cuenta
de la valoración imaginaria que recibimos.
Decía Goffman que el rostro de uno (interaccionalmente definido, o sea, la face que presentamos ante los demás en un encuentro y cuidamos con el face-work)
es sagrado. No sólo en la estimación propia, sino como regla general de
fondo del trato social. Así, no sólo no ofendo yo a mi propio rostro,
ni al de los demás, sino que espero que los demás van a colaborar
conmigo más o menos manteniendo la línea en la cual me presento, y la
imagen que quiero dar de mí mismo. Eso al menos si no me como demasiado
terreno del vecino. Es parte del ritual social por tanto el protegerse
mutuamente la cara, entrando en la ficción de que todos somos guays y
extremadamente respetables, y ayudando a mantener el propio rostro y el
del vecino a base de cortesía, protocolo y rituales de asentimiento.
Este es el panorama de fondo, pero claro también hay face-threatening acts, como estudiaron Brown y Levinson en Politeness,
después de Goffman—actos comunicativos que al dar respuesta al sujeto
hablante amenazan el rostro público presentado por él. A veces estos
son directos y explícitos (por
ejemplo el comportamiento de muchos trolls en los blogs, atacando
anónimamente al bloguero y procurando desacreditar su línea o
autoimagen). Otros son indirectos—los que parece que conceden la mayor
pero en realidad socavan la idea que pretende dar el sujeto de sí
mismo, o de un tema, o de los otros. Estos comentarios pueden ser más o menos
corteses o más o menos malignos—en principio siempre es más cortés
jugar al juego ritual del respeto mutuo, aunque sólo sea como retórica
preliminar.
Unas veces damos una idea favorable de nuestra personalidad en general, de nuestros accomplishments,
o rasgos de carácter o belleza física. Otras veces de lo magnífica que
es nuestra vida privada, nuestra familia, nuestro círculo de amistades,
nuestro enfoque original sobre la vida, lo envidiable de nuestro éxito
en tanto que sujetos sociales. La falsa modestia puede ser una
estrategia útil a seguir en estos casos, mientras no sea demasiado
evidentemente falsa, lo cual sería contraproducente. Pero quizá sea
especialmente divertido el contraste que se da a veces en el paso
súbito del tono desenfadado o relajado que conviene al hablar de uno
mismo, para ponerse súbitamente en tono profesional y presentarse uno
mismo como lo más de lo más en cuestiones profesionales—un profesional
de eficacia estratosférica, si nos preguntan a nosotros. El trabajo es
tan sagrado, o más, que la imagen privada de cada cual— o, por lo
menos, el yo privado y el yo profesional sirven de refugios alternantes
para las insuficiencias detectables en el otro. De acuerdo, soy feo y
mi vida privada carece de interés, pero como profesional no me tose
nadie. O bien viceversa: mi trabajo es mediocre y gris, mejor oculto mi
faceta laboral en la que soy un mero esclavo de la noria, pero mi yo
auténtico está fuera del trabajo, donde soy una persona de infinitas
posibilidades, una mente libre e impredecible.
Para eso a veces es conveniente no aventurar demasiado el yo
profesional por andurriales no profesionales, o el yo privado fuera de
su ámbito, y en general no mostrar mucho ni de uno ni de otro, pues
podría perderse el aura. Incluso en cuestiones de la red, es prudente
mantener una atractiva nube difuminada de vaguedad sobre cuál es
exactamente nuestro status profesional, o qué hacemos con precisión en
nuestro trabajo, o en nuestro tiempo libre (a menos que sea
espectacular, viajar, etc.). Es una manera de no darle argumentos al
adversario, y así ponernos en situación de ser los que más información
tengamos sobre nosotros mismos y nuestra valía, en un encuentro
determinado. El oyente se verá casi obligado a seguir nuestra línea de
autopresentación, a falta de datos propios que aportar en contra. Si
decimos que somos de lo más, y ése es el único dato que consta, ¿quién
nos va a contradecir? Por desgracia, el control de la autoimagen no
siempre está tan fácil. Nos puede quedar el consuelo de que hablen de
nosotros aunque sea mal, eso también da puntos.
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