lunes, 15 de agosto de 2022

Palabra y escenario

Carmen Martín Gaite, "Palabra y escenario." Diario 16 (Culturas, 4 May 1991). Reimp. en Martín Gaite, Tirando del hilo (artículos 1949-2000). Ed. José Teruel. Madrid: Siruela, 2006. 453-56.

 
Palabra y escenario
 
Entre las muchas alusiones al teatro que pueden encontrarse en mis escritos, he elegido como entradilla de este artículo unos párrafos dirigios por el joven Germán a su tía Eulalia al final de Retahílas, para rubricar la sucesión de monólogos que ambos personajes han venido intercambiando a lo largo de la noche y que constituyen la urdimbre de esta novela: "Por eso me entero de lo que dices tú y me lo creo, porque consigues ponérmelo delante de los ojos y que sea igual que estarlo viendo. ¿Cómo no me lo voy a creer si lo veo? Veo a mamá recién llegada de Palencia, a la abuela bebiendo licor de café, al hombre del caballo, a Basilio y Gaspar huídos por el monte, a Andrés dormido en el avión, a Adriana con el pelo suelto esperando a su amante en el jardín, a Juana dibujando los dioses oceleiros; ahora ya, a estas alturas de la noche, es como si todos los personajes de tus retahílas, los de mentira y los de verdad, salieran a saludar después de la función; andan por aquí sueltos, los veo como anoche veías tú al rey Alfonso XII, a Castelar y a la mujer barbuda, y veo los sitios por donde se han movido todos los decorados de los distintos actos, el monte Tangaraño, buhardillas y cafés, playas, habitaciones, coches, aulas; no hace falta que hayas ido diciendo "a la derecha había una mesa" o "la vegetación era de coníferas", tampoco en el teatro se describen los decorados, te los ponen delante mientras sirven, y basta."
Exactamente eso, que el lector o el oyente sean capaces de ver lo que el narrador les cuenta como si se lo pusiera físicamente delante de los ojos, me parece el logro fundamental de cualquier relato, ya sea oral o escrito. Y desde ese punto de vista, que no sé si será equivocado o no, pero es el mío, el lector, el oyente y el espectador asisten a ceremonias parecidas, donde la credibilidad de los que se está desarrollando ante sus ojos depende de las dotes de encantamiento del oficiante.
 
Para mí la literatura, desde que era niña, siempre tuvo algo de respresentación teatral, sobre todo por la complicidad que me permitía una especie de papel secundario, pero privilegiado, el de participar en algo que no salpica la propia vida, que no te responsabiliza. Me sentía fisgando como desde un grato escondite, asomándome a escneas que no interferían mi tiempo real y por eso me permitían el desahogo placentero de la pura contemplación, y al mismo tiempo la identificación con personajes a los que iba conociendo a través de sus palabras, sus mudanzas, sus mentiras y sus fallos. La gente de verdad no nos permitía asistir a semajantes transformaciones y por eso la entendíamos peor, era como si no la conociéramos.
La fascinación que ejercía sobre mi imaginación infantil el hecho de asistir a una representación teatral es algo que me marcó para simempre, una emoción que aún revive cada vez que tomo asiento en el palco de un teatro y me asomo al palco de butacas.
 
"Nada comparable al momento en que se apagaban las luces y los susurros —he escrito en El cuarto de atrás— y el telón se levantaba para introducirnos en una habitación desconocida, donde unos personajes desconocidos, de los que aún no sabíamos nada, iban a contarnos sus conflictos. Casi siempre estaba ya en escena alguno de ellos, leía el periódico, sentado en un sofá, o miraba en silencio a otro que estaba a punto de dirigirle la palabra. Esos primeros instantes de silencio me ponían un nudo en la garganta, los admiraba por aquellas pausas, por su aplomo para esperar."
Andando el tiempo —no tanto—, cuando esa condición de espectador receptivo se complementó con la necesidad de inventar yo mis propias historias, los esquemas teatrales a que he venido aludiendo influyeron decisivamente en todo lo que me puse a escribir. Aunque no se tratara de obras concebidas para la escena, lo primero que surgía era la configuración de una escena. Veía antes que nada una habitación concreta, los muebles que la decoraban, el paisaje que se abracaba desde la ventana, los pasillos o escaleras que llevaban a ella, y luego empezaba a intuir ruidos, olores, a sospechar la hora que era, a imaginar de quién serían las voces que sonaban allí. Porque siempre había alguien hablando. Otras veces podía tratarse de un jardín o de una calle. Pero meterme en ese lugar, como quien sube a un escenario, adornarlo, creérmelo y orientarme dentro de él eran condiciones previas a lo que fuera a pasar allí. Siempre ha sido y sigue siendo ése el germen de todas mis novelas: es la ambientación lo que tira del argumento y lo condiciona.
 
Tanto el viejo chalet de David Fuente en Ritmo lento como el pazo medio derruido donde quiere ir a morir la abuela de Retahílas como la vivienda con largo pasillo de El cuarto de atrás nacieron como provocación literaria antes que las conversaciones que entre sus paredes prosperan, tan impregnadas por la habitación que no se sabe quién habita a quién. Y los propios hablantes (porque en mis libros la gente no hace más que hablar) saben —y además lo dicen— que nunca podrían contarse lo que se están contando, y menos de esa manera, si se hubieran encontrado en otro sitio distinto, porque son los efluvios que el lugar convoca los que enriquecen la conversación con historias laterales.
 
Concretamente en El cuarto de atrás, la metáfora del teatro es deliberada y toma cuerpo hasta tal punto que los desplazamientos de la narradora del gabinete al pasillo, al dormitorio o a la cocina marcan el paso de un capítulo a otro. De la misma manera, al hombre de negro, que ha venido de visita en una noche de tormenta, se le considera explícitamente en el texto un personaje de teatro.
 
"Me acerco a la puerta sin hacer ruido [comienza el capítulo VI] y asomo un poquito la cabeza, amparándome en la cortina, como si observara entre bastidores el escenario donde me va a tocar actuar en seguida. Ya lo conozco, es el de antes. Veo la mesa con el montón de folios debajo del sombrero —evidentemente, el tramoyista ha añadido algunos más— y al fondo, a través del hueco lateral derecha (suponiendo que el patio de butacas estuviera emplazado en la terraza), vislumbro las baldosas blancas y negras del pasillo que conduce al interior de la casa; el hueco está cubierto a medias por una cortina del mismo terciopelo que la que me esconde, pero no se mueve ni se adivina detrás de ella ningún bulto. No da la impresión de que por ese lateral vaya a aparecer ningún actor nuevo. El personaje, vestido de negro, ya está preparado, espera mi salida tranquilamente sentado en el sofá. Todo hace sospechar que vamos a continuar la representación mano a mano."
 
Siempre, ya digo, me ha gustado mucho el teatro. He hecho algunas adaptaciones de obras clásicas que se han llegado a representar, como la de Don Duardos, de Gil Vicente; El burlador de Sevilla, de Tirso de Molina, y El marinero, de Fernando Pessoa. También he escrito dos obras originales: A palo seco, un monólogo que se puso en escena en 1987, y La hermana pequeña, una comedia en tres actos escrita en 1960, que está sin estrenar. Como las obras de teatro metidas en un cajón no son más que un estorbo, no he escrito más teatro, aunque los diálogos siempre se me han dado bien. El que se estrene una obra o no depende de mucha gente, como es sabido, y de mucho papeleo y gestiones varias. Y en cambio, la mediación entre mis cuadernos, la imprenta, la editorial y el lector lleva un proceso más simple y menos fatigoso. Y ya no está uno para ese tipo de fatigas. Total que no. Lo cual no quiere decir que yo no tenga, en todos los sentidos, una relación muy intensa con el teatro, ni que deje de estar funcionando como referencia de fondo en cualquier historia que invente, siendo, como es, palabra intercambiada.
 
Pero desde luego, lo que más se parece al teatro es la vida, y ahí es donde más dotes de improvisación se requieren. Lo que pasa es que entre los actores que se meten en esa Gran Función, que siempre parece fácil al principio, no hay ninguno, por bueno que sea, que salga adelante con ella.
 
Aunque algunos se nieguen, por razones diversas, a confesarse incapaces de aguantar el papel que les ha tocado en el reparto, lo cierto es que la Gran Función les puede; todos se mueren antes de acabarla.
 
Por eso, en la vida de verdad nunca queda nada aclarado y hay que seguir escribiendo e interpretando funciones de mentira que la rectifiquen ilusioriamente. No queda otra salida, aunque sea por puerta falsa. Un mutis de teatro, claro está.

 

 

 

 

 

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