La teoría del yo relacional,
que así la bauticé para uso propio observando ciertas propensiones de
mi propia personalidad y ciertas patologías del comportamiento mío y de
otros, vendría a consistir en lo siguiente (llevada a la caricatura
extrema): no tenemos una personalidad propiamente dicha, sino un sistema
de relaciones sociales que resultan en una apariencia de personalidad.
Somos nuestras relaciones sociales; somos la gente con quienes nos
relacionamos y la resultante de nuestras diversas relaciones con
diversas personas, en diversas modalidades e intensidades, personas que a
su vez son una ficción de personalidad y una resultante de sus
relaciones con nosotros y con otras personas.
Que
somos distintos ligeramente (o no ligeramente) con cada persona, en
cada interacción concreta, es sólo una consecuencia obvia o inevitable
de este estado de cosas. (Que somos todo un baile de máscaras podría ser
otra manera no menos caricaturesca de decirlo).
Es
una teoría que puede formularse de maneras menos caricaturescas y
ponerse en relación con otras teorías de la psicología social que me
interesan especialmente, como el dramatismo de Goffman.
En
fin, que no lo he inventado yo, aunque sí le puse este nombre, y pueden
encontrarse abundantes ejemplos en la literatura. Hoy traemos a
colación a Miguel de Unamuno, amante de la paradoja y de la psicología
paradójica, que nos presenta en algunos artículos suyos penetrantes
observaciones sobre la naturaleza relacional del yo (y del tú, hypocrite lecteur). Ésta viene del principio de su muy recomendable artículo "El secreto en la vida":
Hace
tiempo, mi más querido amigo, que el corazón me pedía que te
escribiese. Ni él ni yo sabíamos sobre qué, pues no era sino un
vehementísimo anhelo de hablar confidencialmente contigo y no con otro.
Muchas
veces me has oído decir que, cada nuevo amigo que ganamos en la carrera
de la vida, nos perfecciona y enriquece, más aún que por lo que de él
mismo nos da, por lo que de nosotros mismos nos descubre. Hay en cada
uno de nosotros cabos sueltos espirituales, , rincones del alma,
escondrijos y recovecos de la conciencia que yacen inactivos e inertes, y
acaso nos morimos sin que se nos muestren a nosotros mismos, a falt a
de las personas que mediante ellos comulguen en espíritu con nosotros y
que merced a esta comunión nos lo revelen. Llevamos todos ideas y
sentimientos potenciales que sólo pasarán de la potencia al acto si
llega el que nos los despierte, cada cual lleva en sí un Lázaro que sólo
necesita de un Cristo que lo resucite, y ¡ay de los pobres Lázaros que
acaban bajo el sol su carrera de amores y dolores aparenciales sin haber
topado con el Cristo que les diga: "Levántate"!
Y
así como hay regiones de nuestro espíritu que más florecen y
fructifican bajo la mirada de tal o cual espíritu que viene de la región
eterna a que ellas en el tiempo pertenecen, así cuando esa mirada nos
está por la ausencia velada, esas tierras la anhelan como anhela toda
tierra el sol para arrojar plantas de lor y de fruto. Y los pegujares de
mi espíritu, que dejaron de ser yermos cuando te conocí y me los
fecundaste con tu palabra, esos pegujares están hace tiempo queriendo
producir. Y he aquí por qué anhelaba escribirte, sin saber bien sobre
qué. (Ensayos, 829-31)
Este
ensayo deriva hacia la importancia del secreto, de lo no dicho ni
reconocido, en la formación de la personalidad. Pero el secreto está en
cierto modo a la vista, pues constituye a la personalidad por limitación
externa y así viene a estar relacionado con esta cuestión del yo
relacional. Pues el meollo de lo secreto en la personalidad viene a ser,
al decir de Unamuno, el siguiente—una dimensión un tanto expansionista o
inquieta de nuestra personalidad por crecer relacionalmente, por ser lo
que no es todavía—a la vez que paradójicamente se desea que esa
expansión no nos cambie sino que nos mantenga en lo que somos, y no
seríamos de llevarla a cabo:
Y
el secreto de la vida humana, el general, el secreto raíz de que todos
los demás brotan, es el ansia de más vida, es el furioso e insaciable
anhelo de ser todo lo demás sin dejar de ser nosotros mismos, de
adueñarme del Universo entero sin que el Universo se adueñe de nosotros y
nos absorba: es el deseo de ser otro sin dejar de ser yo, y seguir
siendo yo siendo a la vez otro; es, en una palabra, el aptetido de
divinidad, el hambre de Dios. (841-42).
Por
así decirlo, en lenguaje unamuniano o religioso. (Una amiga mía lo
ponía en otro lenguaje, el del horóscopo, y me decía que estas cosas me
pasaban a mí porque era géminis, y tenía así dos personalidades; pero de
hecho vemos que sería un síndrome más general anejo a toda
personalidad, no tando el duplicarse sino el multiplicarse en infinitos
agentes Smith, o más bien Smyth, Smythe, Schmitt, Shmidt, etc.).
Bien,
se ve la relación de esto con el yo relacional, pero por aquí nos vamos
del tema, y quiero volver a otra alusión que hace Unamuno al yo
relacional a cuenta de otros fenómenos psicológicos o características de
personalidad: el ser coherente consigo mismo, consecuente, firme, no
cambiante, o el ser variable. En el ensayo "Sobre la consecuencia, la
sinceridad", observa cómo no podemos tenerlo todo, si somos sinceros a
veces seremos inconsecuentes. (Unamuno también reclamaba para sí, como
los hippies, el derecho a la contradicción y a la incoherencia. O, como
Whitman, el derecho a contener multitudes, al menos potenciales, como
decíamos).
En
fin, que los demás nos piden coherencia, y que el sujeto social fiable
necesita ser coherente, o más bien los demás, "la sociedad", necesitan
que él sea coherente, vamos, necesitan que sea él, porque si no, si
empieza a actuar de modo incoherente, no saben a qué atenerse, y a ver a
quién le vamos a pasar las facturas o los plazos de la hipoteca. Y así
nos forjamos con los demás una persona, una personalidad coherente, un
crédito social (y también comenta Unamuno la creciente importancia de
vivir a crédito, en sentido económico y de economía personal....):
Vivimos
de crédito, de autoridad y de confianza, y por eso pedimos consecuencia
al prójimo: para que no nos engañe, es decir, para que no engañe la
idea que de él tenemos. Queremos que el prójimo se mantenga fiel al
concepto que de él nos hemos formado, y hasta que se haga esclavo de
esta nuestra representación de él. Y he aquí por qué predicamos
consecuencia.... en los demás. ("Sobre la consecuencia, la sinceridad",
344)
Obsérvese
que la consecuencia queda inevitable y al menos parcialmente
comprometida por la relacionalidad del yo, así como por su variabilidad
caleidoscópica a la vez que pasa por distintas situaciones y relaciones a
lo largo del tiempo. A ver quién es el majo que es plenamente
coherente, ya se echa de ver que lo de plenamente hay que tomarlo cum grano salis.
Pasa
Unamuno a hablar de la inconsecuencia que se da a veces en las ideas a
la vez que se mantiene una consecuencia en la personalidad, un poco a la
manera del Teatro del Tío Gabriel... o vice-versa, ideas consecuentes que distorsionan a la larga la personalidad.
Pero
esto ya nos lleva a otros derroteros—por ejemplo nos lleva más
directamente a más dramatismo, a más vida como teatro, y allí lo llevamos, y aquí lo dejamos, pues sólo quería apuntar aquí cómo Unamuno
participa al menos a veces o en parte de mi teoría del yo relacional.
El yo relacional
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